El globo

7/10/11

Hace varios días que quiero escribir sobre el nuevo huésped que convive en armonía con nosotros desde hace como mes y medio. No es para menos, creedme, pues además de convertirse en un enrollao compañero de piso al que dar los buenos días cuando irrumpe en la cocina mientras tú mojas la madalena en el colacao, se ha revelado todo él como una metáfora de la vida misma.

Reconozco que cuando los niños lo trajeron a casa, directamente rescatado de la graduación de P., y se instaló en el techo del salón prestándose a acariciarnos la sesera con su cuerdecita larga, no me hizo mucha gracia.  Éramos pocos y parió la abuela, pensé. A puntico que estamos de tener que hacer cola para entrar al salón por turnos y ahora viene éste a quitarnos metros. Y no metros cuadrados, nooooo, ¡metros cúbicos! Habrasevisto.

Así que discretamente y no sin la malicia de madre con cuernos, rabito y tridente que a veces me caracteriza, lo arrinconé junto a la ventana. “En un par de días”, cavilé, “con el solecito el helio pierde fuerza y este pobre se arrastrará sin remedio por el suelo, donde sin duda acechan los peores enemigos que todo globo pueda imaginar”.

Pero nada más lejos. No sólo no agachó un milímetro la cabeza el muy osado, sino que nos espero en paciente y oscuro silencio durante todo el mes de agosto hasta nuestra vuelta de vacaciones, momento exacto en el que yo di el típico chillido de madre sorprendida por fenómeno paranormal.

Estas son las cosas que suelo hacer para no perder mi esencia de madre, pero la verdad es que no me asusté ni chispita al entrar maleta en mano y verlo ahí erguido esperándonos, todo él henchido (e hinchado en este caso) de helio. Y es que un mes antes yo ya sabía que iba a quedarse con nosotros hasta el fin de sus días. Lo supe la mismita mañana en que, volviendo de dejar a los niños en el cole, me vi agarrada al volante con una mano y apartando con la otra el cabezón de goma blanca que pugnaba por hacerse con mi sitio. ¡Con mi volante! Que por ahí sí que no paso, ¿eh? Pero es que luego me ablando y me ablando… y así me va.

Caminito para casa que nos subimos los dos juntos en el ascensor, escondida yo, eso sí, tras mis gafas de sol y la gran capucha de la sudadera. Y desde entonces aquí está. Los niños no pueden vivir sin él. No ha vuelto el pobre a salir a la calle, lo vemos ya mayor para andar de paseo. Y sospecho que esta reclusión comienza a pesarle tanto como a algunos de los compis de mi abuela en la resi, pues son ya varios los intentos de huida que hemos conseguido abortar (el último desde el tendedero de la vecina de arriba, donde se quedó enganchado en la fuga). Y eso que como digo ya le fallan las fuerzas, pero es que es ver la puerta del patio de la cocina abierta y para allá que va. A su ritmo, pero va.
De hecho, si sientes una extraña presencia en el pasillo, con toda seguridad es ÉL, que está calibrando hacia dónde van hoy las corrientes, para intentar levantar el último vuelo.