Galletas

23/11/09

La semana pasada hicimos galletas. En realidad yo nunca las había hecho antes, pero se lo había prometido a A. el día que compramos los moldes de nombre impronunciable en la tienda sueca azul y amarilla. Y, ya armados de moldes navideños, nos armamos también de valor y convertimos la mesa de la cocina en escuela de pastelería. Volcán de harina y azúcar, huevo en el medio, un buen puñado de mantequilla… ¡y a mancharse las manos! (las manos, la ropa, la mesa…).
Hasta aquí la parte pringosilla. Después vino la de impaciencia mientras la masa reposaba en la nevera. “¿Y ahora qué vamos a hacer mamáaaaaaa?”, preguntaba mi princesa como si el mundo se acabara cuando una termina de hacer galletas.
Y al fin, la parte más divertida: rodillo, moldes y cómo no, la manita de pintura comestible. Porque oye, nosotras de amateurs nada de nada. Si nos ponemos, nos ponemos. Profesionales cien por cien, allí habíamos preparado nuestros vasitos de glaseado de colores (con colorantes alimentarios de repostería) para, pincel en mano, decorar las galletitas. ¡Y qué bien las decoramos! En realidad A. lo hizo casi todo sola.
Pero, oh desliz. Cual primerizas que somos, no habíamos considerado la posibilidad de que el glaseado dentro del horno no se endurece sino que se funde. Así que el invento se fue al garete en cuestión de cinco minutos.
La segunda tanda, ya sin decoración ni colorines, superó la prueba. Galletas redondas, mondas y lirondas que, aunque duras como piedras, nos comimos tan a gustito.








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